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Comida que se bota: el escandalo de los alimentos que terminan en la basura

Abate Cruces, Jennifer January 2013 (has links)
Memoria de título conducente al Título de Periodista / Este reportaje pretende abarcar todos los aspectos relacionados con el desperdicio de la comida a distintos niveles. Desde la mentalidad que justifica el sobreconsumo de alimentos, que en nuestro país tiene características históricas y socioculturales muy puntuales, al aprovechamiento que de ella hacen los grandes comercios. Desde la maquinaria estructural de la producción alimentaria, que muchas veces no cuenta con los recursos para frenar adecuadamente el desperdicio, hasta la indolencia de las personas en sus casas. Desde cómo este desperdicio afecta a los más pobres, que conforman un vergonzoso mercado que se alimenta de la basura de otras personas, hasta las iniciativas nacionales y globales que hoy buscan redistribuir los alimentos para que, como señalara el pensador inglés John Locke ya en 1690, no se siga ofendiendo la “ley común de la naturaleza” en un planeta que, teniendo la posibilidad de alimentar a todos sus habitantes, deja sin comer a un sexto de la población.
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Comida que se bota: el escandalo de los alimentos que terminan en la basura

Abate Cruces, Jennifer January 2013 (has links)
Memoria de título conducente al Título de Periodista / Hoy, el mundo tira al tarro de basura la mitad de los alimentos destinados a la alimentación de las personas. Incluso según los cálculos más conservadores de los que tienen registro las organizaciones internacionales especializadas en la materia, esta cifra nunca baja a menos de un tercio. Miles de millones de dólares se emplean anualmente para asegurar la alimentación de los seres humanos, gasto al que se suma el enorme consumo de recursos naturales y medioambientales ligados a la producción alimentaria, que redundan en la degradación innecesaria del suelo y la destrucción de los ecosistemas, y el desperdicio de uno de los recursos más vitales, el agua. Hablamos del mismo planeta en el que cerca de mil millones de personas aún padecen hambre. Sin embargo, a pesar de estas demoledoras cifras, poco es lo que se hace actualmente a nivel de políticas públicas por frenar este despilfarro. Las razones de esta negligencia son muchas y tienen que ver con fenómenos estructurales que serán revisados en los próximos capítulos, como la carencia de tecnologías modernas que permitan aprovechar al máximo el potencial alimentario en los países más pobres o las inexistentes y a veces engorrosas políticas de redistribución de los alimentos en los países desarrollados. Pero probablemente el fenómeno más relevante y paradójicamente, invisible, relacionado con este problema mundial, sea la extendida asunción de que el desperdicio es algo inevitable, una suerte de subproducto de la vida moderna frente al que muy poco puede hacerse. El escenario planetario de consumo alimentario ha cambiado radicalmente en los últimos cincuenta años y ha convertido a la comida en un bien de relativo fácil acceso en el mundo occidental. La riqueza creciente y la enorme disponibilidad de los alimentos en casi cualquier parte donde se los busque, sumados al abaratamiento de estos productos y la vida crecientemente urbana, que aleja a las personas de los centros de producción agrícola y animal y que hace aparecer los alimentos casi por arte de magia en los supermercados o la mesa, han posibilitado que la comida hoy sea vista como un bien sumamente seguro y, por tanto, poco valorado. ¿Qué importa perder cuatro manzanas que comienzan a perder su apetecible color cuando en el supermercado hay otras miles, que se pueden consumir a un relativo bajo costo? Obviamente, esto tiene un precio no sólo para los productores, sino también para los consumidores. Pero el costo más fundamental y doloroso ligado con el desperdicio no tiene nada que ver con el dinero, sino con las millones de personas que sufren hambre en el mundo. Cada vez que se desperdician alimentos, cada vez que la comida en perfecto estado termina en la basura por razones tan ilógicas como la cosmética, que nos hace alejar y tirar a la basura un plátano manchado, son los más pobres del mundo los que pagan. No es una exageración. Uno de los expertos mundiales en este tema, el investigador inglés Tristram Stuart, explica que “cuando desperdiciamos comida, la sacamos de los recursos que se utilizan para producirla, del stock común de recursos disponibles en la Tierra. Por tanto, en un sistema global de alimentación, donde los ricos y los pobres compran comida del mismo mercado mundial, este desperdicio, de hecho, le quita comida al mercado de donde los ricos y pobres obtienen comida. Así que cuando compramos más de lo que podemos comer y botamos el resto, le quitamos la comida de la boca a las personas hambrientas”. Y, de paso, le quitamos a la Tierra los mismos recursos que utiliza para producir los alimentos necesarios para todo el planeta. Y si esto resulta aberrante en los países desarrollados, que desde una lógica puramente económica pareciera que pueden permitirse el “lujo” del despilfarro frente a la enorme cantidad de recursos con los que cuentan y su escasa población en riesgo de desnutrición o inseguridad alimentaria, en países como el nuestro, el desperdicio, que alcanza cifras comparables a las de los países desarrollados, resulta francamente inexplicable. Según un reciente estudio, develado por CIPER el 22 de marzo de este año, de los economistas Ramón López, Eugenio Figueroa y Pablo Gutiérrez, Chile es el país más desigual del mundo. Según estos antecedentes, que cruzaron datos de la Encuesta de Caracterización Económica (CASEN) y del Servicio de Impuestos Internos (SII), “el país que conformamos el 99% de los chilenos y el 1% de los ricos presenta mayor concentración de riqueza que gran parte del mundo capitalista. Ni en Estados Unidos ni en Japón ni en Inglaterra el 1% de la población de un país goza de tanta participación de la riqueza de su propio país”. Esto demuestra una sola cosa. Chile es, en efecto, un país pujante, con cifras arrolladoras que hablan justificadamente de éxito macroeconómico. Sin embargo, para la enorme mayoría de la población, esta bonanza que explica el enorme desperdicio de recursos de todo tipo, incluidos los alimentos, es sólo una ilusión, apropiada a través de la simbolización del consumo como garante del estatus y promovida desde los grandes discursos y relatos históricos de nuestro país. La riqueza real la tienen sólo unos pocos y la verdad es que una buena parte de este país vive en una situación de precariedad latente, donde, de los seis millones de personas que reciben un salario, sólo 125 mil obtienen uno de al menos 1.200 mil pesos. Sin siquiera considerar el daño que le hace al planeta y pensando solamente en la realidad económica diaria de las familias, el desperdicio de alimentos es, a todas luces, ridículo. Este reportaje pretende abarcar todos los aspectos relacionados con el desperdicio de la comida a distintos niveles. Desde la mentalidad que justifica el sobreconsumo de alimentos, que en nuestro país tiene características históricas y socioculturales muy puntuales, al aprovechamiento que de ella hacen los grandes comercios. Desde la 10 maquinaria estructural de la producción alimentaria, que muchas veces no cuenta con los recursos para frenar adecuadamente el desperdicio, hasta la indolencia de las personas en sus casas. Desde cómo este desperdicio afecta a los más pobres, que conforman un vergonzoso mercado que se alimenta de la basura de otras personas, hasta las iniciativas nacionales y globales que hoy buscan redistribuir los alimentos para que, como señalara el pensador inglés John Locke ya en 1690, no se siga ofendiendo la “ley común de la naturaleza” en un planeta que, teniendo la posibilidad de alimentar a todos sus habitantes, deja sin comer a un sexto de la población.

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