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Lumaco y Puren : los puntos visibles de una demanda ancestral mapuche

Leiva A., Denise, Villagrán M., Claudia 12 1900 (has links)
Seminario de Investigación Para optar a la Licenciatura en Comunicación Social / El autor no autoriza el acceso a texto completo de su documento / Salíamos de Temuco hacia el norte un día miércoles a las 9 de la mañana. El día estaba nublado, con niebla baja, frío matutino y nuestro destino era un lugar llamado “Temulemu” , que hasta ese momento no existía en nuestra memoria. Allí se estaba desarrollando la reivindicación del fundo “Santa Rosa de Colpi” , perteneciente a la forestal Mininco y que los mapuche de la zona reclaman como suyo, apoyándose en documentos de títulos de merced y en la resolución de la Comisión de Reforma Agraria emitida a principios de los ‘70. Partimos inesperada y sorpresivamente, pues allá se encontraba Alfonso Reimán, personaje que desde Santiago tratamos de ubicar y que nos recibiría allá, en el campo, en algún lugar de la provincia de Malleco. A él sólo lo conocíamos por una fotografía en el periódico y porque era el presidente de la Asociación de Comunidades Mapuche de Lumaco. Él era pieza clave para desentrañar las dudas que ofrecía nuestro seminario. Viajamos acompañadas de los abogados que defendían a los comuneros movilizados en ese momento, quienes iban a interceder por ellos en caso que el desalojo se estuviese efectuando y para entregarles información sobre cómo iba el caso en los tribunales, sí es que la justicia chilena podía dar alguna esperanza a los papeles que ellos buscaron con ansias en los viejos archivos de las bibliotecas públicas. De pronto salimos de la carretera 5 sur. Nos dirigimos rumbo a la costa hasta que llegamos a Traiguén. Tomamos un camino secundario, de tierra rojizas, rodeado de cercos de alambres de púas, de arbustos con flores amarillas que nos dijeron se llamaban “pica-pica” y, en donde los principales dueños de predios son las empresas forestales. Subíamos y bajábamos por los campos repletos de neblina baja, lo más probable era que los Carabineros no desalojaran, pues los comuneros conocen mucho mejor el terreno y podían esconderse fácilmente. Sin duda, es otro país, no aquel que se vive y piensa desde Santiago. Llegamos. Eran casi las 11 de la mañana. Nos encontramos con el portón de ingreso al predio, con un tronco de árbol atravesado entre dos postes que debía ser desencadenado y que impediría el rápido ingreso de la policía, en caso que el desalojo se hiciese efectivo. A una orilla había una casa de madera forrada por fuera con planchas de zinc lisas, de unos cuatro por seis metros, que según -después nos enteramos- son las entregadas por el subsidio rural y en la que vivía una familia mapuche. Estábamos en la cima de una pequeña loma; gallinas y cerdos se alimentaban del prado. Pasamos por un bosque de pinos y la camioneta se detuvo. A unos metros divisamos a un grupo de unas cincuenta personas, entre hombres, mujeres, jóvenes y niños, en su mayoría pertenecientes a la comunidad Antonio Ñiripil y a otras comunidades cercanas que prestaban su apoyo. Al bajarnos –entre la multitud- vimos, en medio de la planicie y a metros de la ramada que servía de refugio a los ocupantes, unas ramas de árbol que envolvían un madero tallado, en cuya parte superior flameaban dos banderas, una blanca y otra negra . Era el rewue, símbolo de la comunicación entre el machi y Gnegechen, centro de las rogativas y consultas a las deidades, altar de los guillatunes. Oímos además, el sonido de un instrumento, era una bienvenida y un aviso de que había llegado visita, que debían reunirse. Las personas nos miraban con curiosidad, ellos ya habían visto a los abogados, pero nosotras ¿quiénes seríamos?. Sólo Reimán presumía quienes éramos. No obstante, al saludo para los abogados se sumó un espontáneo “mari-mari peñi” que nos provocó incertidumbre. Sin duda, no sabíamos como actuar, sólo repetimos “mari-mari”. Todos se reunieron alrededor del rewue. Una mujer corrió a buscar un asiento para la machi, una señora de edad, bajita, con un pañuelo en la cabeza y un kultrún entre las manos. El abogado comenzó a informarles del desalojo y de las malas perspectivas para que un juicio les cediera la propiedad del fundo, ya que los papeles no eran lo suficientemente válidos. Hombres y mujeres escuchaban atentos, mientras la neblina se disipaba y el sol empezaba a mostrar su luz, más allá los niños jugaban con los perros que dejaban entrever en su pellejo, la poca alimentación que habían obtenido. Al terminar la exposición del abogado, sobre la situación legal en que se encontraba el caso, poco a poco los comentarios efusivos y espontáneos emanaron de los desconcertados individuos, quienes sabían que estaban a la mala en el lugar, pero que ese terreno fue de ellos, de sus padres y bisabuelos y que sí estaban insertos en un país, debían acatar primero sus leyes, quisieran o no. Afloró la impotencia de no poder probar con papeles –esos que para los huincas son tan fundamentales- lo que con palabras y experiencias sabían y reconocían como tierras suyas. Uno de los primeros en hablar fue un hombre de edad, quizás el mayor de los que se encontraban allí. La machi y el resto permanecían en absoluto silencio, respetando lo que decía el que tomó la palabra. Con las manos en los bolsillos, como buscando en ellos los mejores fundamentos, le recordó a los abogados cómo siempre se les ha pasado a llevar, cómo se les ha engañado y usurpado sus derechos y propiedades, cómo una y otra vez la justicia chilena y los abogados no les daban el favor ni los defendían. Recordó -con pena y con rabia en el rostro cubierto de arrugas añejas- cómo, cuando él era joven, los límites de sus terrenos superaban los que actualmente tienen, cómo después los cercos se corrieron y ellos se quedaron con menos tierras de las que les correspondían. De allí se sucedieron las opiniones, uno de los abogados explicaba lo difícil de seguir con éxito un juicio y los inconvenientes de un inevitable ingreso de fuerzas policiales al día siguiente. Varios opinaban, entre ellos uno dijo “se nos caldea la grasa hermanos” al ver que se repetía la misma historia de siglos, la misma historia de hace un año atrás. Era José Remigio Chureo, uno de los condenados por la quema de camiones en Lumaco; más tarde Reimán nos lo diría. Llegado un momento pidieron que nosotros, los “huincas” , nos alejáramos del círculo en torno al rewue. Ellos consultarían con Pascual Pichún, presidente de la comunidad, y con la Machi Rosa si debían continuar con la movilización o debían retirarse a sus hogares. Todo indicaba que seguirían defendiendo lo suyo, por el sentimiento de una nueva derrota ante el mundo “chileno”. Al rato, Pascual Pichún nos llamó nuevamente y les comunicó a los abogados que se retirarían. La machi tuvo un peuma , según él, debían abandonar el lugar, previo a una rogativa antes de que saliera el sol, pues así lo había recomendado Gnegechen . Esa orden no debía ser desobedecida. Los abogados se marchaban para hablar con la jueza y evitar así que Carabineros irrumpiera en el lugar para efectuar el desalojo, pues ellos saldrían pacíficamente. Para dar fe de la decisión los acompañó, precisamente, aquel anciano decepcionado que abrió el debate. Nosotras nos quedamos ahí, Alfonso Reimán nos había saludado y había aceptado ser entrevistado. Las nubes se habían ido y un sol muy cálido bañaba el prado, a los eucaliptos y a los chanchitos nuevos que porfiadamente comían junto a su madre. Don Alfonso nos instó a saludar a las mujeres, quienes atareadamente prendían el fogón, ponían las teteras sobre las brazas y calentaban las grandes ollas de fierro para freír sopaipillas recién amasadas bajo la sombra de la ramada. Una niña, con trenzas larguísimas, ojos rasgados y profundamente negros, nos miraba curiosa y calladamente, con un atisbo de simpatía al conocer gente nueva. La encargada de las ollas nos ofreció un calientito mate, al tiempo que nos servía las primeras sopaipillas y nos preguntaba ¿merkén?. Un rico ají cacho de cabra seco dejó salir de la fuente su olor inconfundible al mezclarse con el agua hirviendo. No habíamos desayunado y tal merienda fue realmente bienvenida. Temíamos que los allí presentes nos rechazaran por nuestra condición “huinca”, pero conforme avanzaba el día y al ver que don Alfonso, Remigio y Pascual conversaron con nosotras, fueron demostrándonos confianza, incluso nos convidaron un almuerzo consistente en sopa de cerdo recién muerto con arroz y unas tortillas de rescoldo, mientras que alguno de los comensales se atrevió a preguntarnos quienes éramos. Después de almuerzo, el prado invitaba a reposar, olvidándonos de nuestra vida en Santiago y contagiándonos de esa vida diferente, en convivencia constante con la naturaleza, donde el tiempo cronológico es distinto, donde las noticias que llegan desde la capital parecen tan lejanas. La brisa de la tarde poco a poco se volvió a enfriar, pues el sol se escondía nuevamente, pronto llegaría la noche y un nuevo fogón ya se encendía. Don Pascual nos invitó a quedarnos a la rogativa de la mañana siguiente, pero don Alfonso nos recomendó bajar a Lumaco para continuar con nuestra investigación. Cuando llegó Santiago Huenchuñir, en la camioneta, nos percatamos que debíamos empezar a despedirnos de aquellas personas. Al hacerlo nos sorprendió y alegró que todos se despidieran de nosotras con un cordial apretón de manos, con un beso, con un “mari-mari peñi” y una sonrisa. Pero más nos conmovió cuando la Machi nos deseó en mapudungún “buena suerte señoritas”, a lo que agregó, “cuando anden por aquí vuelvan a visitarnos”. Subimos a la camioneta, empezamos a bajar dejando atrás un día en el que compartimos una experiencia distinta, donde vivenciamos la atmósfera del sentir mapuche, derrumbándosenos miles de prejuicios culturales que teníamos impregnados. Abajo, el valle se veía verde y frondoso, el sol de la tarde daba brillo en los contornos de los cerros lejanos, la camioneta atravesó varias comunidades mapuche mientras dejábamos en sus asentamientos a quienes apoyaban la movilización desde esos lugares. La noche nos encontró rumbo a Lumaco, en medio de caminos de tierra estrechos y rodeados de pica-pica, con un aire fresco y sereno, bajo un cielo donde sí se ven las estrellas. Fue el primer acercamiento a la realidad mapuche de las comunidades rurales de la Novena Región, inesperado, pero espontáneo y cálido. Sin duda, fue más que un simple “acercamiento”.

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